miércoles, 18 de junio de 2008

Ricardo Piglia, "Tesis sobre el cuento" y "Nuevas tesis sobre el cuento", en: Formas breves

Ricardo Piglia “Tesis sobre el cuento” y “Nuevas tesis sobre el cuento”, en Formas breves

En “Tesis sobre el cuento”, el autor expone dos tesis fundamentales: la primera: “Un cuento siempre cuenta dos historias”; la segunda: “La historia es la clave de la forma del cuento y de sus variantes”.
Estas piezas son fundamentales para la creación del cuento, se pueden encontrar en distintos autores aunque de diferentes formas, algunos de los que nombra son: Jorge Luis Borges, Edgard Alan Poe y Franz Kafka.
La historia dos es un relato secreto que aparece en los intersticios de la historia uno.

En “Nuevas tesis sobre el cuento”, Ricardo Piglia expone varios conceptos sobre los finales de los cuentos, cómo se cierran las historias y cómo algunas poseen finales abiertos. En el caso anterior por tratarse de un final no significa que todo deba quedar cerrado, se pueden dejar posibilidades a la imaginación del lector.

En el cuento hay una historia dos oculta, algo secreto. El final es el momento de darle sentido a esta historia que se encontraba narrada entre intersticios de la historia uno. Para simplificar esta idea el autor dice: “Hay algo en el final que estaba en el origen y el arte de narrar consiste en postergarlo, mantenerlo en secreto y hacerlo ver cuando nadie lo espera”.


Tres citas

“[…] la intriga se plantea como una paradoja.” En esta frase Piglia se refiere a los finales inesperados, en esos cuentos que analiza donde después de un día “normal” común, feliz, alguien se suicida. Ese hecho aparece como una paradoja, como algo que se contradice con lo que se esperaba, con lo que se creía.

“Los puntos de cruce son el fundamento de la construcción.” Es una frase, una oración, una pequeña sutileza que permite el giro, que abre el panorama e instala un nuevo escenario, una “segunda” historia que sale a la luz, que se muestra a veces claramente, otras de maneras más implícitas. En los últimos años muchas películas best Sellers propusieron esto, que estaba instalado en la narración clásica. Por ejemplo: Sexto sentido, El gran truco, El ilusionista, etc. Esto de “El efecto se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la superficie”. El objetivo, el fin es lograr ese asombro, esa sorpresa.

Y hay otras formas de lograr ese asombro. La teoría del iceberg de Hemingway: “lo más importante nunca se cuenta”. Por ejemplo, en una novela cuando se describe que el asesino es un hombre así y asá, pero nunca de dice que es “el marido” de la víctima. Hemingway logra muy bien esto de decir sin decir. Hace unos años leí “Colinas como elefantes blancos”, está construida en diálogos y con descripciones bien detalladas, del lugar de la escena, de los personajes, y de la situación que están atravesando (mediante los diálogos), pero jamás se dice “eso” que todos sabemos. Están por hacerse un aborto, pero sólo se entiende esto después de una segunda lectura, por lo menos yo necesité más de una.

Carver, "Escribir"

Mi tarjeta

“Sabía que ahí había un cuento y que había que contarlo.”

Un poco por mi deseo de escribir, otro poco por lo que en este taller afirmé, aprendí. Celia dice: “la escritura es un ejercicio de la mirada…” uno de los tantos ejercicios que se propone (la escritura).

Y esta frase de Carver viene a decirnos lo mismo. Ahí está, los estás viendo: ¡contalo, decilo, escribilo!

Siempre sospeché que por ahí venía la mano. Eso que vemos y que queremos contar.
A veces todo se reduce a una charla con amigos, en contarle a otros eso que vimos. Otras nos animamos a más y lo escribimos.

Pero el ojo del escritor, entiendo, según Carver, según Celia, no es el ojo que llevamos al oftalmólogo porque no vemos, el ojo del escritor es la mirada del escritor. Nadie mejor para contar una historia que alguien que tiene la mirada afilada. Que alguien que mira y ve.

Me parece muy rica esta idea. Abre las puertas a un mundo tan sutil que muchas veces se nos cuela por los dedos. A un mundo donde mirar ya no es lo que era.

Un día perfecto para el pez banana. Salinger/Russo

En el cuento se describen, en los primeros dos párrafos el perfil del personaje, se dan muchos datos de lo que sucede y cómo éste se comporta. En el diálogo telefónico posterior que tiene la muchacha con su madre se pueden ver algunos aspectos de la personalidad de cada uno de los protagonistas, tanto así como del padre que no participa de la conversación.
La narración se realiza en tres escenas: la charla telefónica en el hotel, la playa, el hotel, cada una con distintos ritmos, tiempos y sonidos.
La historia está construida en diálogos, que brindan información de la relación que tienen los personajes y de las características que los mismos poseen.
Es un cuento dinámico, hay acción, puede ser que sea cinematográfico la forma de narrarlo, no hay un monólogo interior, cuando no hay diálogo hay descripción de acción.
La historia uno es la situación de la pareja de vacaciones y el suicidio del personaje, la historia dos es lo que no vemos: por qué él se suicida puede ser la guerra pero finalmente el motivo no está. En la descripción de la imagen final hay una distancia entre los personajes cuando habla de las “camas gemelas”.

Este por qué, que en el cuento de Salinger queda “sin respuesta”, por lo menos sin respuesta directa, parece asomar en la nota de Sandra Russo, donde la metáfora parece descubrirse.
El pozo de bananas es el pozo de poder, los peces que comen y comen hasta morir, son personas, hombres y mujeres ambiciosas de poder, cada vez más:
“Ese pozo lleno de bananas puede representar muchas cosas, y ninguna de ellas es específica, pero a la sazón también indica un pozo lleno de poder. Y denuncia que hay una especie de hombres y mujeres que parecen hombres y mujeres comunes, pero que cuando se aproximan a un pozo lleno de poder no pueden frenar sus instintos, y lo comen, se lo comen, se atragantan, se atoran, se pelean entre sí, se vuelven locos, se nutren del poder, se enferman de poder.”

Y, todavía hoy, resulta actual este cuento escrito hace casi cincuenta años. Todavía hoy, el poder es un pozo en el que se cae y del cual es muy difícil salir con vida. No sólo en Estados Unidos.

lunes, 16 de junio de 2008

¡Viva la globalización!


Este verano me fui a Brasil, de vacaciones con algunas compañeras de trabajo.

Me predispuse de la mejor manera. Y aclaro esto porque no éramos amigas. Con lo cual el desafío era doble: tratar de llevarme como amiga con chicas que no lo eran, y disfrutar del viaje y el descanso. Viajamos, un viaje larguísimo. Llegamos, descansamos y el lunes comenzamos a recorrer, a conocer, a conocernos.
Esa misma noche salimos a un bar, algo así como un pub pero de playa. Eso está bueno, nada de producción, de “¿qué me pongo?” No, así “como estábamos”, un poquito de brillito labial, y a “romper la noche”.
Tomamos unas cervezas, charlamos con brasileros en idiomas inventados, mezcla de inglés, portugués y castellano. Creo que nos entendimos, eso sí, no me pregunten cómo se llamaban, porque no sé.
Sobre la barra había un hombre que llamó mi atención. Alto. Morocho. Bronceado. Ojos mestizos. Hermoso.
Estaba solo. Pensé en acercarme a hablar. Lo pensé, y lo deseché casi al mismo momento. Parece que por un momento me olvidé de que era tímida.
Les comenté a las chicas de lo lindo que me parecía “el hombre de la ba…” se había ido. No estaba. ¿Estaría en el baño? Ojalá, pensé.

Volvimos al departamento que habíamos alquilado. Los próximos tres días y tres noches fueron más o menos parecidos. Playa de día, pub de noche.

Volví a ver al hombre de la barra en la playa, a la pasada. Me quedé boquiabierta. No me animé a decir nada, casi me metí debajo de la arena. Una especie de quinceañera se había apoderado de mí y yo no me había hecho cargo. Ahí estaba, la mujer liberal, independiente. La trabajadora, la escritora que se lleva el mundo por delante, metiéndose debajo de la lonita por miedo a, ¿miedo a qué? No sé.

La anteúltima noche decidimos ir a un boliche, que ya no recuerdo el nombre, porque eso no fue lo importante. Esa noche sí hubo producción, producción a lo grande. Tacos, minifaldas, escotes, planchitas. Salimos hechas unas diosas comehombres.
Llegamos. Bebimos. Seguimos bebiendo. De lejos lo vi. Apoyado en la barra. Ahí estaba el hombre de la barra en la barra. De nuevo solo. De nuevo hermoso.
Se lo mostré a las chicas. Todas apreciaron la misma belleza que yo.
Catalina se acercó a él. Pensé: “estoy perdida”. Hablaron, bebieron una cerveza. De pronto Cata me llamó con la mano para que me acerque a ellos. Los saludé, de cerca era mucho más lindo. Era francés. Se llamaba Gerard. Yo, no hablo francés. Yo, no hablo inglés. Yo, apenas hablo más o menos el castellano. Catalina ofreció ser la interlocutora por un momento. Ahí me enteré que estaba de vacaciones solo. Que se iría de Brasil al día siguiente y continuaría conociendo el sur del continente.
Me invitó una cerveza. Catalina se fue. Quedamos él, yo, y entre nosotros una comunicación muy deductiva que rozaba la adivinanza. No me importaba mucho, yo estaba ahí con ese francés precioso tomando una cerveza. Qué importa si es antropólogo o asesino, pensé. Qué importa si tiene 30 ó 35. Probablemente nunca más lo vaya a ver, qué importa si es casado, gay, tiene 7 hijos o es un solterón insoportable. Yo quería mirarlo un poquito más. ¡Viva la globalización! pensé.
De pronto hizo un gesto con su mirada que entendí casi antes de que lo termine. No pensé en nada ni en nadie y salimos del boliche rumbo, creo, al hotel donde estaba parando. En mitad de camino me di cuenta de que estaba sola, en un país que no era el mío, caminando para el lado contrario de donde yo estaba parando, con un desconocido. Entré en pánico. Me paralicé. No tenía plata, llaves, celular, campera, nada, no tenía nada. Lo miré y creo que entendió lo que pasaba por mi mente. Me dio a entender que él me traería de regreso luego. ¿Luego de qué?
Paramos en una estación de servicios, él iba a comprar condones y le pedí que, por favor, se encargue de mis cigarros.
Llegamos a un hotel increíble. Algo así como un cinco estrellas. Y eso me tranquilizó. Un asesino o un violador no alquilan hoteles de estas características. La habitación era de novelas. Me sentí una reina, al lado de un francés que en ese momento era un rey.
Nos pusimos cómodos, encendió la música, se acercó y me besó. Me besó deseoso. Me besó hermoso. A los quince segundos estábamos en la cama revolcándonos como unos adolescentes. Tuvimos un buen sexo, demasiado bueno por haber sido el primero.
Nos quedamos tumbados en la cama unos cuantos minutos y justo cuando el sueño empezaba a vencerme le pedí que me llevara. Me explicó que estaba cansado, que llamaría a un taxi y él lo pagaría. No me sentí muy cómoda con la idea, pero no importaba demasiado.
Me vestí. Esos minutos parecieron eternos. Llamaron del lobby avisando que el taxi ya estaba en la puerta. Me acompañó. Me dio un billete, me besó y me dijo “keep the change”. Le dije adiós y me fui.
En el camino me di cuenta de que eran 100 euros lo que me había dado. Y me pareció demasiado, pero yo no sabía cuánto salía un taxi en Brasil. Las cosas que podría hacer con 100 euros en una zapatería, pensé. El taxi me salió 8 reales, algo así como 2 euros. Por suerte las chicas ya habían vuelto. Ellas pagaron el taxi.
Les conté lo del francés, y cuando llegué a “keep the change” largaron una carcajada que no entendí. Catalina, muy amablemente me explicó que significaba “quédate con el cambio”.
Sí, señoras, sí, señor, me pagaron como a una trabajadora de la noche. Ese hermoso francés me pagó por los servicios que le brindé.

Pensarán que después de esto volví a Argentina y me internaron con depresión por que un francés me trató de puta. No, nada de eso. A pesar de que en algún punto debe haber herido mi orgullo, yo me sentí espléndida. Pasé una noche de novelas, con un hombre hermoso que probablemente jamás vuelva a ver, en un lugar divino, y me quedé con 100 euros que, sí, los invertí en un local de zapatos.
No sé si lo dije antes, ¡viva la globalización!

Cruzar el puente


Era el año ´78, hacía ya un tiempo que nos estábamos viendo con Lucas. Él vivía en Carmen de Patagones y yo en Viedma. Con lo cual vernos era, por lo menos, trabajoso. Pero las ganas, pero querer a veces es suficiente… y así era. Eso sí, a escondidas. El único que sabía era el vecino de Lucas, que por las noches se encargaba de vigilar el puente viejo. Y claro que en esos años el puente nuevo no existía, no, ése se construyó después, con el gobierno de Alfonsín, que quería llevar la capital a Viedma.
Nos veíamos a la noche, siempre sobre el puente. Y ahí nos escondíamos y nos quedábamos varias horas. Lucas me leía, me contaba historias, cómo le gustaba hablar de la historia y la literatura. Así conocí a Nietzsche, a Cortazar, a Pessoa… así me contó de la magia del puente viejo.
Lucas me decía, que el puente viejo, tenía olor a silencios, a dolores, a años. Tenía pasos de ida y vuelta. Tenía la imagen de Borges, visitando el sur. El puente viejo, en verdad era mágico, fue testigo de encuentros y desencuentros. De tristezas, de suicidios, de llantos de bebés, de perros perdidos… y me contagió su amor, era verdad, sí, el puente viejo es mágico.
Entre tantas noches nuestra relación comenzó a profundizarse, a afianzarse. Yo estaba tan enamorada de él, que creo que él se dio cuenta, justo a tiempo. O, bueno, puede que él justo se haya enamorado de mí también, en ese preciso momento.
Éramos tan chicos, apenas 18 años teníamos. Y, esa época era muy particular, los milicos dando vueltas, teníamos que tener mucho cuidado. Pero en sus brazos, no sentía miedo, estaba a salvo, me sentía segura.
A esa edad, comencé a reconocer mi cuerpo, y para mi desdicha descubrí que no me sentía cómoda. No me gustaban mis tetas. No, no me gustaban, las veía tristes, flojitas, no sé, feas. Creo que hasta las odié. Y justo a esa edad, cuando el fuego quema por dentro, sentía que estaba perdida, que no iba a poder desnudarme jamás frente a Lucas, me daba vergüenza.
Nuestras noches empezaron a ser más largas, más profundas, más húmedas. Ah, y en esa época no existía el push-up!, no, nada de magia, lo que había había.
Una noche, cuando las caricias eran irrefrenables decidí enfrentar la situación, y le conté a Lucas mi problema. Sí, lo de mis tetas. Le dije que no me quitaría el corpiño, y que él debía entenderme sin hacer un interrogatorio al respecto. Tema cerrado, así me protegía, ese era mi escudo, esa era mi orilla, mi límite, y por nada él podría llegar.
Comenzamos a amarnos cada noche en el puente viejo. Cada noche era un concierto, un descubrimiento, un encuentro lindo, placentero.
Cuando la relación se puso más seria, el corpiño se transformó en un problema para Lucas. Se enojaba, no me entendía. Y recibí el gesto de amor más grande en años…
Lucas me esperó, como cada noche, en la mitad del puente. Nos quedamos ahí varios minutos en silencio contemplando la luna, la silueta de dos ciudades delineadas por las luces que en la inmensidad de la oscuridad parecen países enormes. Después, me tomó la mano y caminamos hacia nuestro lugar, nuestra guarida. Llegamos, me pidió que cierre los ojos, y comenzó la función… me besó, me besó toda la cara, después de deslizó por el cuello, y yo con la respiración nerviosa. Volvió a mis hombros y besó cada vértebra de mi columna, de norte a sur. Subió y se quedó justo a media espalda, donde el broche del corpiño irrumpía su suave deslizar, y ahí, sin más, con sus dientes logró zafar el broche. Se movió, lentamente hacia mis tetas y las besó, una y otra vez, las acarició, las humedeció, se alejaba y volvía, otra vez y otra más. Todavía me parece sentir el calor de su respiración en mi pecho. Suave, pausada, intensa… se ayudó con las manos para sacarlo por completo y me pidió, casi inaudible, que abra los ojos. Me miró con el corpiño en su mano izquierda y, sin dudar, lo lanzó al medio del río…
Me sentí desnuda, desprotegida, chiquita…
Lucas, no dejó de mirarme un solo instante y balbuceó: me gustás, así, como sos… no te escondas, no te tapes, desnuda sos hermosa…tu corpiño es la razón que le faltó a Goya para pintarte… tranquila… todo está bien…
Y me perdí, me dejé llevar por sus palabras, por su inmensidad que me hacía grande, que me hacía mujer…
Esa noche, y con el puente viejo como único testigo de la magia que nos envolvía, entendí que descubrir no es aceptar, y que para aceptar, a veces, es necesario cruzar el puente…