El año pasado hice un taller de escritura, de texto breve, con Sandra Russo. Para mí fue una experiencia hermosa. Y eso es tan importante como esta anécdota que te voy a contar.
Tenía que escribir sobre una consigna clara: “el puente”. El puente punto.
El taller era semanal, así que contaba con una semana en mi haber.
Siendo que soy de Viedma, Río Negro, pensé en escribir sobre alguno de los dos puentes que une a Viedma con Carmen de Patagones (provincia de Buenos Aires), sobre el puente Viejo, por ejemplo, pero qué. Entonces pensé en escribir sobre un puente un poco más abstracto, algo así como la relación entre un padre y una hija, entre una madre y una hija. Y de nuevo: pero ¿qué?
El miércoles de esa semana, tenía un trámite para hacer en capital. Me acuerdo que llovía mucho, muchísimo. Y, una vez terminado el trámite me encontraría con mi amiga Paula en Corrientes y Maipú.
Llegué. Paula no estaba, Paula siempre llega tarde. Llegué, me paré pegada a la pared de un bar, que no era pared sino vidrio. Puse la mochila delante de mí, y me prendí un cigarro. La vereda estaba llena de gente, llena de gente que pasaba, caminaba, se empujaba, todos parecían muy aburados. Y Paula, no llegaba.
Encendí el segundo cigarrillo. Empecé a transpirar por lo denso que estaba el aire. Transpirada, cansada, mojada, sin paraguas, y sofocada por tanta gente que, a esta altura, parecía que caminaba por encima mío, traté de pensar en otra cosa, de no enroscarme con todo esto que me envolvía y molestaba. ¡Se me desprendió el broche del corpiño! ¿¡Algo más!? Sí, se desprendió y yo sin un poco de lugar para maniobrar. Creo que se me debe haber caído una lágrima de bronca, pero no sé si habrá sido así realmente.
Pensé en por qué las mujeres usamos corpiños, y pensé en las mujeres que no tenemos una cantidad considerable. La respuesta apareció enseguida con ruido a la ficha cuando cae: “bueno usamos para que no se caigan, para levantar, para que parezcan redonditas, grandecitas, linditas”. ¡Y la mierda!
Y así, entre preguntas y respuestas, entre lluvia y bronca, entre humedad y cigarrillos, vino a mi mente una historia del puente. Una historia con historia, con corpiño, con el puente Viejo, con un poco de sonido sureño y otro poco de nostalgia por ese lugar familiar lejano y extrañado.
Llegué a casa y me puse a escribir con urgencia. Con urgencia y entusiasmo.
El sábado siguiente lo entregué. Y el próximo mi profesora me pidió que lo compartamos. Lo leyó ella. Mis compañeros me felicitaron, y mi alma sonrió.
Esta es sólo una de las anécdotas que me dejó el taller, que en verdad fue la experiencia. Espero que sirva de igual forma. Y si es necesario acotar lo que ya perece traslucir, lo escribo claramente, me encanta escribir.
Tenía que escribir sobre una consigna clara: “el puente”. El puente punto.
El taller era semanal, así que contaba con una semana en mi haber.
Siendo que soy de Viedma, Río Negro, pensé en escribir sobre alguno de los dos puentes que une a Viedma con Carmen de Patagones (provincia de Buenos Aires), sobre el puente Viejo, por ejemplo, pero qué. Entonces pensé en escribir sobre un puente un poco más abstracto, algo así como la relación entre un padre y una hija, entre una madre y una hija. Y de nuevo: pero ¿qué?
El miércoles de esa semana, tenía un trámite para hacer en capital. Me acuerdo que llovía mucho, muchísimo. Y, una vez terminado el trámite me encontraría con mi amiga Paula en Corrientes y Maipú.
Llegué. Paula no estaba, Paula siempre llega tarde. Llegué, me paré pegada a la pared de un bar, que no era pared sino vidrio. Puse la mochila delante de mí, y me prendí un cigarro. La vereda estaba llena de gente, llena de gente que pasaba, caminaba, se empujaba, todos parecían muy aburados. Y Paula, no llegaba.
Encendí el segundo cigarrillo. Empecé a transpirar por lo denso que estaba el aire. Transpirada, cansada, mojada, sin paraguas, y sofocada por tanta gente que, a esta altura, parecía que caminaba por encima mío, traté de pensar en otra cosa, de no enroscarme con todo esto que me envolvía y molestaba. ¡Se me desprendió el broche del corpiño! ¿¡Algo más!? Sí, se desprendió y yo sin un poco de lugar para maniobrar. Creo que se me debe haber caído una lágrima de bronca, pero no sé si habrá sido así realmente.
Pensé en por qué las mujeres usamos corpiños, y pensé en las mujeres que no tenemos una cantidad considerable. La respuesta apareció enseguida con ruido a la ficha cuando cae: “bueno usamos para que no se caigan, para levantar, para que parezcan redonditas, grandecitas, linditas”. ¡Y la mierda!
Y así, entre preguntas y respuestas, entre lluvia y bronca, entre humedad y cigarrillos, vino a mi mente una historia del puente. Una historia con historia, con corpiño, con el puente Viejo, con un poco de sonido sureño y otro poco de nostalgia por ese lugar familiar lejano y extrañado.
Llegué a casa y me puse a escribir con urgencia. Con urgencia y entusiasmo.
El sábado siguiente lo entregué. Y el próximo mi profesora me pidió que lo compartamos. Lo leyó ella. Mis compañeros me felicitaron, y mi alma sonrió.
Esta es sólo una de las anécdotas que me dejó el taller, que en verdad fue la experiencia. Espero que sirva de igual forma. Y si es necesario acotar lo que ya perece traslucir, lo escribo claramente, me encanta escribir.
1 comentario:
Buenisimo, re que sonreí.
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